Sin darnos cuenta, a menudo cometemos un error garrafal, al jurar ante una verdad quizás viciada. A veces, para que nos crean nos aferramos a un juramento, el cual pone en tela de juicio nuestros argumentos, pues quiere significar que no estamos diciendo la verdad, sino, nuestra verdad.
Todo ser
humano dice mentiras, como quieras llamarlas; blancas, negras… como sean, igual
son mentiras. Lo que debemos hacer es decirlas lo menos posible, sabemos que
muchas de ellas nos salvan “temporalmente” de algunas situaciones, ya que la
verdad siempre nos seguirá persiguiendo.
Lo peor es
que la mentira una vez dicha, nos lleva a otra, y otra, y otra… Hasta formar
una cadena en donde ya no sabemos si lo que somos, es verdad o falacia.
El juramento,
quiere significar que hemos caído tantas veces en la mentira, que para que nos
crean, debemos jurar. Llegamos al grado
de hacerlo por quien sea, recurrimos a un juramento tan simple como el de
mencionar a nuestro Dios, nuestra madre o nuestra vida misma.
Cuando existe
LA verdad y no TU verdad, hacer uso de el, está de más. Si tenemos una sola
verdad y se da el acontecimiento de
responder a preguntas, debemos hacerlo con un simple SÍ o un rotundo NO, total…
Si creen, bien, y si no, también, cumplimos con disfrutar la verdad, eso es lo
importante. Jurar en vano más allá de fallarle a nuestra religión o estilo de
vida, degrada nuestra esencia.
Habida cuenta
de que la palabra del hombre es la de un contrato, el juramento debería estar
prohibido, y si de sentimiento se trata, el hecho de jurar amor eterno, implica
serle fiel hasta con el pensamiento, y bien sabemos que eso es utópico. Podemos
respetar a nuestra pareja… ¡sí!, pero de
ahí a no mirar nada más... Ya caímos de nuevo en la mentira, acto seguido, el
juramento.
Y es así, como hoy aprendí a no jurar nunca
más, a tratar de ser más honesta conmigo, para serlo con los otros, y que si es
buena o mala la verdad, debemos enfrentarla como venga.